Regreso
de Córdoba, de pasar un par de días junto a algunos equipos y
compañeros de mi club. Además de baloncesto (siempre baloncesto),
las jornadas han servido para conocer un poco más de cerca a un
grupo de jugadoras y jugadores, críos sanotes y alegres, muchos de
los cuales iban a pasar la primera noche de sus vidas fuera de casa y
sin la vigilancia ni el amparo de mamá y de papá. No es difícil
imaginar el grado de excitación alcanzado por la menuda marabunta
con la llegada al albergue y el reparto de las habitaciones. Tampoco
la preocupación de los acompañantes adultos por minimizar los
riesgos de un previsible estallido de libertades. En breve la tensión
fue resuelta: los chavales se mostraron absolutamente temerosos de
tomar las decisiones más nimias, por ejemplo cuándo despertar o
cuándo bajar a desayunar, y demandaron en todo momento nuestras
directrices hasta para ir al baño. Claro que, como era de esperar,
también se divirtieron de lo lindo poniendo a prueba el poder de la
autoridad y su propia capacidad para vivir sin ella. Los pasillos del
albergue fueron testigos de la batalla.
Trabajo
con adolescentes desde hace veinticinco años. No ha sido esta la
primera vez, no será la última, que constato la interna dialéctica
de la aventura de ser uno mismo, de ser una misma: cuanto más
independientes se reconocen nuestros hijos y nuestras hijas del
mundo, cuanto más crece la fuerza de su yo, más conscientes se
hacen de lo poderoso y hostil que puede llegar a ser éste y, por
tanto, más solos e impotentes se sienten frente a él. Es así como
nace en ellos el impulso de obedecer para ganar en seguridad, al
tiempo que se rebelan contra aquellos de quienes dependen: Saben
inconscientemente que la dulce protección paga el amargo precio de
perder la fuerza y la integridad del propio yo.
Erich
From (El miedo a la libertad, 1947) recurrió al relato
bíblico de la expulsión de Adán y Eva del Paraíso para explicar
la relación entre el ser humano y su contradictoria relación con la
libertad. Hombre y mujer viven en el Jardín del Edén esa felicidad
inconsciente que ofrece la perfecta armonía con la Naturaleza cuando
no se la trasciende. Allí carecen de libertad y de pensamiento, al
tiempo que de las atosigantes responsabilidades derivadas de la
elección. Pero actúan contra la orden divina y rompen con la
Naturaleza al comer del fruto prohibido. Rebelión es, por tanto, el
comienzo de la raza humana: Obrar contra el mandamiento de la
autoridad es el primer acto libre, el primer y genuino acto humano.
Todos sabemos
el sufrimiento que de ello resulta. Al trascender la
Naturaleza nos hallamos desnudos y avergonzados. Estamos solos y
libres, y sin embargo, asustados e impotentes.
Creo
que los educadores nunca debemos dispensar a chicas y chicos de la
libertad creadora de ser ellos mismos. Aunque pueda sonar a paradoja,
pienso que nuestra autoridad reside más en mostrarnos capacitados
para enseñarles a ser autónomos y responsables que solícitos para
facilitarles la imposible vuelta al seno materno.
No
negaré los riesgos de semejante pedagogía, pero en tiempos en los
que la adolescencia es prolongada sine
die
por el timorato proteccionismo de los adultos, la grandeza del ideal
moral que representa eclipsa, a mi juicio, cualquiera de sus
potenciales peligros.
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