Es
un clásico entre los educadores afirmar que nuestra filosofía, por
encima de selecciones y calificaciones, más allá de enseñar
contenidos, preparar para futuras etapas o formar profesionales,
consiste en “educar en valores”. Los valores son la brújula que
orienta en la toma de decisiones, pero no tienen vida propia sino que
históricamente contribuyen a la supervivencia del sistema económico
y social vigente. Comparto con ustedes algunas de las que, a mi
parecer, son claves ideológicas de este sistema en la actualidad y
les invito a cuestionarse si no son las que conspiran tras cierta
versión, desgraciadamente muy extendida, de la educación.
Competitividad.
Mantener una posición de ventaja respecto a otros es la clave
del comportamiento humano más reconocido en las sociedades
postindustriales. No es tan importante sustentar las relaciones
humanas en el cuidado mutuo como el medirse con los demás. La vida
es una guerra de todos contra todos en la que solo sobreviven los
mejor dotados. "Estás
nominado" o "coge tus cuchillos y vete" son algunas
de las frases más escuchadas en los realytis televisivos, empeñados
en hacernos ver la vida como una especie de epopeya selectiva en la
que no hay sitio para todos.
Éxito.
Sólo es feliz quien gana. No hay lugar para los losers.
El nivel de nuestras aspiraciones se fija en conseguir el triunfo y
son quienes lo alcanzan (los héroes, los premiados, los "grandes")
los que exclusivamente merecen nuestro reconocimiento. Decía
Adam Smith que nos aterra que los demás nos consideren unos
fracasados, y por eso, para conseguir la aprobación de quienes no
nos conocen, invertimos todos nuestros esfuerzos en dar una imagen
de nosotros mismos lo más rica y exitosa posible.
Utilidad.
¿Para qué sirve eso? ¿Para qué me sirves tú? Cotizan al alza la
eficacia y el rendimiento. Tanto produces, tanto vales.
Individualismo.
Cada
cual afronta su vida en solitario y frente a los demás.
Imaginamos la existencia como un acto heroico solo apto
para lobos esteparios que se sienten rivales en su diferencia, que
luchan por construirse una identidad impermeable y aislada con la
que, a menudo, someter a otras identidades.
Inmediatez.
No es justo desperdiciar un segundo. Hay que hacer muchas cosas,
perseguir muchas metas, realizar muchos encuentros. Se apuesta por
una vida repleta de fugaces experiencias. El sosiego y el
detenimiento son entendidos como síntomas de falta de tono vital.
Como dice el filósofo Byung-Chul Han (La sociedad del cansancio,
2012), confundimos la potencia negativa, la capacidad de decir No,
de no-hacer, con la mera impotencia. Si solo se poseyera la potencia
de hacer, pero ninguna potencia de no hacer, se caería en una
hiperactividad mortal que anularía la reflexión, la meditación,
la “espiritualidad”
Posesividad
¿Por
qué elegir si lo puedes tener todo? Renunciar es de cobardes. No hay
limitaciones, hay que aspirar a todo. Y hay que llegar a todo cueste
lo que cueste. La escalada del deseo no puede tener fin. Se inventan
necesidades que una vez satisfechas darán paso a nuevas necesidades.
A un personaje de la película “Wall Street” de Oliver Stone le
espetaban: “¿Cuál es tu límite? ”. Éste respondía: “Más”.
Esclava de deseos sin nombre, la persona acaba pareciéndose más a
un recipiente lleno de agujeros, incapaz de llenarse nunca, que a
alguien con un verdadero proyecto vital.
Desigualdad.
El mundo se divide en ricos y pobres, dominantes y dominados, débiles
y poderosos. La existencia de desigualdades pretendidamente naturales
justificaría la dominación de los poderosos sobre los desposeídos.
Sacrificio.
Se venera la “cultura del esfuerzo”, se sacralizan el sacrificio
y el dolor. Se sufre, pero se aprende y se logra. La tarea de Sísifo
queda despojada de cualquier rasgo de condena: sin tormento no hay
grandeza. Nos olvidamos de que el dolor no añade valor a una tarea,
simplemente la hace desagradable.
Excelencia.
Las metas ideales, la perfección, son propuestas como términos de
comparación frente a los cuales palidecen cualesquiera alternativas
realistas. Es la falacia de nirvana: rechazar lo bueno por aspirar a
lo mejor.
Pienso
que, si realmente somos educadores, deberíamos entender nuestra
tarea como la oportunidad de que un ser humano se supere con la ayuda
de otros. Creo que tendríamos que enseñar (y aprender) la utilidad de la cooperación; a codiciar el saber (ese ansia ilustrada por la vida
óptima) como el mayor logro académico o profesional; a reconocer a quienes sitúan el éxito en gozar de las mejores experiencias de enseñanza y aprendizaje; a
respetar a los que desde su rara singularidad defienden la igualdad
de oportunidades y la compensación de las diferencias. Deberíamos
ver, en definitiva, que en la escuela, como en la vida, las mezquinas ambiciones y los pequeños honores de la caverna se acaban diluyendo como lágrimas en la lluvia, pero que los buenos compañeros y
las buenas acciones son eternos. A ello deberíamos referimos cuando
afirmamos que buscamos educar en valores. Ya se encargará el mercado
de contradecirnos.
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