original publicado en la revista Basket Fem junio 2014
Se
nos acaba la temporada. Jugadoras y jugadores guardan las botas de
basket y sacan a pasear las chanclas de playa buscando la necesaria
desconexión con los horarios, los entrenos y las miserias y
grandezas de la competición. A los entrenadores nos llega la hora de
llevar nuestro ánimo a cuentas, repasar nuestra libretas y
preguntarnos, como hacían los antiguos pitagóricos cada día antes
de irse a dormir: ¿De qué defectos nos hemos curado esta temporada?
¿Qué vicios hemos combatido? ¿En qué hemos mejorado? Difícil
tarea, porque cada cuál es para sí el más lejano. Y dolorosa,
porque nuestro interior alberga espejos que nos devuelven imágenes
grotescas de nosotros mismos.
Quizás
por eso nos sentimos tentados de eludir la introspección y de
refugiarnos en el confortable limbo del futuro, donde las cuentas a
priori siempre cuadran. Nada que objetar si en ese proceso mental me
abstengo de incluir juicios sumarísimos sobre el trabajo de los
demás para así elevar mi autoconcepto. Sin duda que en mis
confidencias con aquellos que garantizan la inmediata ruptura del
secreto y su correspondiente emisión en radio patio, yo me postulo
inventando para el equipo de mi colega un ataque letal; sin duda que
si el club me hubiera dado ese equipo, yo podría haber construido
una defensa demoledora en lugar del coladero que ha sido; sin duda
que conmigo en pista los entrenos habrían sido infinitamente más
divertidos y dinámicos; sin duda que conmigo en el banquillo ese
partido decisivo jamás se habría escapado, porque yo nunca me
permito, como otros, torpezas a la hora de leer el juego del rival;
sin duda que conmigo al mando las familias nos levantarían altares
en lugar despotricar y pedir cabezas. Sin duda que conmigo las nubes
serían de algodón dulce y las fuentes manarían leche y miel. Sin
duda. Porque yo, como todos, soy el mejor técnico de los equipos que
no entreno y nunca yerro cuando pongo la diana después de disparar
la flecha.
Afirma
John Carlin que
el deporte fue inventado precisamente para que nos podamos despachar
a gusto, diciendo cualquier barbaridad que se nos venga a la cabeza
con la tranquilidad de saber que tiene mínimo impacto sobre el
bienestar de la especie. Es cierto que ese divertimento tiene un pase
cuando se refiere a las figuras de la élite (en parte les pagan sus
elevados salarios para que aguanten nuestras idioteces), pero resulta
del todo punto inaceptable
cuando
nos movemos en el terreno de
la formación y el amateurismo.
En
este final de temporada volvamos nuestra mirada hacia el interior.
Tratemos de conocernos mejor como personas antes incluso que como
entrenadores. Practiquemos la autocrítica con máximo respeto hacia
nosotros mismos. Procuremos mejorarnos. Y dejemos de buscar
permanentemente excusas en los demás. Puede que en esta profesión,
como en la vida, lo más razonable sea limitar nuestros deseos a lo
que es factible y entender que para disfrutarla plenamente lo único
que necesitamos es cierta seguridad básica, salud, raciocinio y la
compañía de esos buenos camaradas que nunca pretendieron entrenar a
otros equipos que no fueran los suyos.
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