En mis clases de filosofía suelo utilizar el deporte como metáfora de la vida. En una de las últimas reflexionamos sobre la virtud, entendida como excelencia que permite a quien la posee realizar de la mejor manera su condición. Pregunté a propósito a mis estudiantes que cuáles consideraban que eran las virtudes de un deportista, de una deportista. Mi alumna Gema (@GemiitaR5), futbolista de talento y apasionada filósofa, elaboró una meditada lista de virtudes colectivas: generosidad, altruismo, empatía, solidaridad, compañerismo, humildad, cooperación... Hice de abogado del diablo al preguntar si era por cualidades como esas que los cracks del fútbol, los futbolistas excelentes, costaban una cantidad tan indecente de dinero. La chica, que captó a la perfección mis intenciones, aceptó que, mal que la propaganda los maquille, en el podrido mundo del deporte profesional ídolos como Messi o Ronaldo no son valorados precisamente por sus virtudes morales (en más de una ocasión su comportamiento es, por el contrario, enormemente egocéntrico e insolidario), sino por sus cualidades técnicas y su codicia de depredador. Sin embargo, ella dejó bien claro que no entendía que se pudiera ser buen futbolista sin ser excelente persona, entendiendo que las buenas personas son aquellas que hacen del vínculo social su prioridad existencial.
Podría
parecer que la encendida defensa que hizo mi alumna de la
funcionalidad de las virtudes sociales es una simplificación propia
de la inocencia juvenil; al fin y al cabo, llevamos demasiado tiempo
escuchando discursos en favor del individualismo feroz y de la
competitividad como para plantearnos siquiera que no existe el “gen
egoísta”. No obstante, creo que la intuición de Gema habla en
favor de las ventajas reales que para los seres sociales se derivan
de la cohesión grupal. Darwin descubrió que en la Naturaleza de
nada sirve que el más apto pueda tener descendencia si en su grupo
nadie tiene garantizada la supervivencia. El mejor habrá tenido
éxito individual, pero perecerá él o su prole si no sobrevive su
colonia. Es así que los grupos internamente altruistas tienen mayor
probabilidad de supervivencia que los grupos egoístas, por mucho que
en estos últimos haya individuos con madera de ganadores. Esté
principio está detrás de la conducta del chimpancé que recibe un
plátano cada vez que acciona una palanca pero que renuncia a hacerlo
cuando descubre que otro chimpancé, en una jaula contigua, recibe
una descarga eléctrica cada vez que él baja dicha palanca.
Apliquemos
ahora el principio darwiniano de la selección de grupo al deporte
colectivo y valoremos las posibles ventajas del nosotros
frente al yo: ¿Es útil – no ya justo – estimular la
desigualdad de las plantillas pagando a Ronaldos y Messis salarios
escandalosamente superiores a los del resto de compañeros, que sudan
tanto o más que ellos? ¿Qué repercusiones respecto a la calidad de
las respectivas ligas nacionales tienen semejantes políticas
discriminadoras? ¿En que posición las sitúan frente a las ligas de
su entorno? En el caso del deporte base, ¿Qué sería de la estrella
de nuestro equipo, tan bien pagada por los halagos de grada y
banquillo, tan mimada en el club, sin las silenciosas compañeras que
se sacrifican por ella en cada entrenamiento, exigiéndose para
exigirla y mejorarla?¿Debemos los entrenadores de equipos de
formación premiar con minutos de juego la calidad individual o la
calidad cooperativa de nuestras jugadoras; la solidaridad, el
altruismo, el sacrificio por el equipo, el compañerismo o los
treinta puntos de valoración individual por partido? ¿Cuál de esas
decisiones es a la larga la más beneficiosa para el club que
defendemos, para el deporte que representamos?
Un
joven solicitó a su padre, adinerado banquero, permiso para casarse
con la humilde señorita Katz. El padre se opuso. Pero el hijo
respondió que sólo podría ser feliz casándose con la señorita
Katz. La réplica del padre fue: “¿Ser feliz? ¿Y de qué te
servirá eso?”
Solo
la miopía que nos hace creer que cualquier
recompensa para la que tengamos que esperar es mucho menos valiosa
que la que llegue ahora mismo aunque esta sea objetivamente inferior,
puede ocultarnos que somos
hilos que tejen tramas y que aislados no sobrevivimos. Sabernos así
es entender que cuidar de los demás y dar lo mejor de nosotros por
respeto al grupo, no solo son actitudes loables en el mundo de las
utopías sino que tienen enormes ventajas prácticas a largo plazo.
Así en la vida, como en el baloncesto.
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