jueves, 14 de julio de 2011

ENSEÑAR Y APRENDER SIN CALIFICACIONES NI SUSPENSOS NI CONTROLES

Por Paco Espadas
 
Si en nuestro pensamiento profesional anida una creencia especialmente condicionada por ciertos intereses sociales y de clase, esa es la de que sin calificaciones nadie aprenderá en la escuela. Entiendo que, especialmente en los tramos de enseñanza obligatoria, es necesario desmontar esa creencia y «aprender» a enseñar sin calificaciones, ni suspensos, ni controles.
Seis son las razones que aporto contra la calificación (expresión última de la evaluación acreditativa)
1ª) La calificación resuelve por eliminación los problemas del aprendizaje.
No es cierto que con las calificaciones estemos atendiendo las necesidades de aprendizaje de nuestros alumnos y alumnas. Controlar, etiquetar y seleccionar (fin último de la calificación), no resuelve el problema de la diversidad de ritmos e intereses en el aprendizaje; ni el de los estilos cognitivos; ni el del significado de los contenidos y prácticas escolares; ni el de las agrupaciones y tiempos más adecuados para el alumnado.
Invertir tiempo y esfuerzo en perfeccionar la calificación como instrumento de detección del “rendimiento”, del “nivel” o de los “resultados” de nuestros estudiantes con vistas a la discriminación de los incapaces respecto a los capaces, de los buenos respecto a los malos, de los esforzados respecto a los cómodos, puede ser eficaz para muchas cosas, pero resulta inoperante como fórmula para mejorar la enseñanza y el aprendizaje. Apartar de los hospitales a los enfermos graves puede hacer que parezcan más eficaces, pero es una medida que en nada mejorará la salud de la población.
2ª) Es imposible calificar con un mínimo de rigor
Para que resulte rigurosa y objetiva, la calificación se presenta como una tarea propia de titanes. Hay que calificar atendiendo al procedimiento intelectual seguido, las habilidades puestas en juego y los conocimientos,las competencias, los valores y las normas adquiridos. Tales son las informaciones que debemos barajar para ponderar los “resultados” y, consecuentemente, adoptar decisiones sobre la promoción o la titulación del alumnado. Pero es imposible que llevemos a cabo tal propósito, tanto por las exigencias de nuestro trabajo (siempre necesitado de formación continúa y de renovación constante), como por las condiciones reales en las que éste se desarrolla (horarios cargados, excesivo número de alumnos por aula, necesidad de invertir tiempo en la preparación de clases, corrección de trabajos, asistencia a reuniones y cursos de formación...) y por la propia naturaleza del aprendizaje (que sólo es «comprobable» en sus aspectos menos relevantes). Perseguimos así una meta quimérica, injusta para el alumnado y frustrante para nosotros
3ª) La cultura de la calificación eleva a categoría pedagógica el conocimiento más anecdótico.
Una evaluación concebida por y para los resultados convierte el proceso de enseñar y aprender en un trayecto circular que se dirige hacia la propia evaluación: lo significativo, lo importante, lo que merece la pena enseñar y/o aprender es precisamente lo que las pruebas estandarizadas requieren...porque es lo único que pueden detectar. Nadie puede negar que los profesores y profesoras, por efecto de la cultura de la calificación, exigimos en nuestras clases pruebas, actividades y tareas cuya finalidad manifiesta no es el aprendizaje (relevante, funcional, útil) sino su virtualidad calificadora (fáciles de puntuar, eficaces para detectar lo-que-no-se-sabe...)
4ª) Calificar perjudica el proceso de enseñar y aprender
Dice Frank Smith en un delicioso libro de ensayos(Cómo la educación apostó al caballo equivocado) que la escuela padece el mal de la desconfianza: los profesores desconfían de que los estudiantes vayan a aprender y los administradores de que los profesores vayan a enseñar; por eso, ambos sienten que su deber es controlar a cada paso. Quizás sea de esta semilla de mutuos recelos de donde esté floreciendo la generalizada obcecación – que responde más a intereses de mercado que a planteamientos educativos – por impedir entre todos que “la Sociedad” (léase el mercado laboral y las empresas) reciba de las escuelas productos defectuosos.A mi juicio, evaluar no es controlar, no es seleccionar; no es, por tanto, calificar. Es más, pienso que la calificación, al mostrar el poder sancionador que el sistema tiene sobre los individuos, entorpece enormemente la enseñanza y el aprendizaje: el alumnado aprende a percibir que sus actuaciones son vigiladas y sometidas a un juicio del que depende en gran medida su futuro. Poniendo su corazón y su inteligencia en las notas, llega a comportarse – y hasta a pensar – como cree que se espera de él y no como realmente es y siente. La calificación hace de nuestras aulas un teatro donde alumnos y profesores consentimos forzadamente en representar nuestros respectivos papeles de acusados y jueces, de peatones y semáforos, y nos vemos incapaces de realizar lo que supuestamente nos corresponde y nos interesa: enseñar y aprender en un ambiente de mutua confianza.
5ª) La calificación es especialmente injusta con los menos favorecidos
La calificación contribuye a sustentar la función selectiva de la escuela en detrimento de la comprensiva y compensatoria, y la selección perjudica especialmente a los que acceden a la escuela con peores condiciones de partida. Está comprobado que el entorno social y cultural de los estudiantes está estrechamente relacionado con el aprovechamiento escolar4. De ese modo, es fácil entender que en un sistema selectivo tendrían mayor éxito quienes necesitan en menor medida del esfuerzo de la educación y fracasarían quienes por su procedencia más requieren esa ayuda. Quitarse de encima a los peores estudiante puede mejorar el nivel de los que quedan, pero en nada contribuye a elevar el correspondiente al conjunto de la sociedad.
6ª) La calificación resulta absolutamente ineficaz como «disuasión» e inadmisible como castigo.
Hay algo que, por obvio, a veces se olvida: para los estudiantes es obligatorio asistir a la escuela hasta los 16 años (afortunadamente contra muchas de sus preferencias). Pues bien, la sanción en forma de suspenso no sólo no acelera el proceso de salida de las aulas sino que, si se les crean falsas expectativas al respecto, estimula las conductas negativas de quienes quieren abandonarlas lo antes posible. Sancionar al final del proceso con la negativa a ofrecer un título, se convierte en un acto de venganza injustificada a la vista del escaso o nulo poder de disuasión que esta amenaza tuvo en el pasado y en un castigo añadido si consideramos suficiente pena el magro “salario cultural” que los estudiantes menos interesados se cobraron tras su paso por las aulas.
La alternativa
1) Entender que la enseñanza obligatoria es un derecho ciudadano y, por tanto, universal y absoluto (que no se reconoce únicamente en determinadas circunstancias o para determinados/as alumnos/as – quienes se muestran interesados, quienes lo desean, quienes cursarán estudios superiores… –). Aceptar que tiene una finalidad en sí misma: no es exclusivamente instrumento para logros posteriores (acceso a otras etapas o niveles del sistema)
2) Considerar la evaluación como una tarea para comprender y mejorar, en este caso, el proceso de aprendizaje de nuestros alumnos y alumnas, en vez de cómo un instrumento de sanción, de selección y promoción.
3) Considerar que, no obstante, el principal asunto de la evaluación no debería ser el alumnado sino la práctica docente. En todo caso, evaluar a nuestros alumnos y alumnas tendría algún valor si y sólo si con ello fundamentáramos un juicio profesional que ayudase a que las decisiones que sólo ellos, ellas y sus familias pueden tomar sobre su futuro no resultasen arbitrarias, precipitadas o inconveniente, al tiempo que con ella contribuyéramos al desarrollo de nuestras propuestas educativas al descubrir nosotros el impacto que están teniendo sobre ellos. Si la realidad nos impone condiciones incompatibles con lo anterior, siempre es preferible buscar fórmulas imaginativas para solventar la exigencia burocrática de la calificación que asumir ciegamente el papel de jueces sin disponer de una instrucción rigurosa del sumario
4) Convertir la evaluación en una tarea compartida y consensuada entre profesorado, alumnado y familias. A mi juicio, sería conveniente que el alumnado y sus familias tuviesen voz y voto en el proceso evaluador (criterios, objetos, planificación de estrategias, análisis de datos, valoración de los mismos), es decir, que debería considerarse su visión de los hechos en igualdad con la del profesorado.
5) Basar la evaluación en la recopilación de datos múltiples y variados a través de la utilización de técnicas flexibles y adaptables al contexto (entrevistas, observación, cuestionarios, análisis de tareas y producciones escolares...), no en pruebas, controles o exámenes. Si se utilizan este tipo de pruebas como instrumentos de evaluación, deberíamos despojarlas de su carácter «sumario» (pactando con los alumnos el tipo de preguntas, los tiempos de realización, la posibilidad de usar materiales de consulta y de recibir ayudas...) y, sobre todo, deberíamos esforzarnos para que estos instrumentos hagan crecer la imaginación y el pensamiento de nuestros alumnos y alumnas y no se queden en tareas cansinas y rutinarias que son muy fáciles de corregir objetivamente pero cuya pertinencia educativa es muy difícil de defender.
6) Independizar en la práctica la evaluación de la calificación, abandonando el empeño de buscar fórmulas (imposibles) para traducir una a otra con el propósito de comparar, suspender o promocionar. Es importante entender la calificación como lo que es, un ritual burocrático que sólo esconde una verdad: que el sistema tiene poder para seleccionar a los individuos. Después, actuar en consecuencia.
7) Y sobre todo: entender que la evaluación no es un fin en sí mismo sino un medio al servicio de la educación. Parafraseando al filósofo Wittgenstein, la preocupación por la evaluación debe ser como la escalera que se abandona una vez alcanzado el lugar al que se pretende subir. Hay que preocuparse mucho más por la educación que por la evaluación.

1 comentario:

viajerointerior dijo...

Yo fui un alumno tuyo, que hace ya 15 años, disfrutó y aprendió, sin necesidad de exámenes. Éramos nosotros los que, a través de un informe justificativo, decidíamos que calificación merecíamos.
Había calificaciones, si, pero que diferencia con las demás asignaturas.
Veo que con el tiempo, te has radicalizado, jeje, y ya directamente, eliminas "las notas".
Gracias Paco, gracias maestro, porque guardo un gran recuerdo de tí, y sé que formas parte de lo que hoy soy.
Antonio Soriano. Un alumno de Montilla de 1995/96.