Original publicado en la revista Docudomia
Los humanos vivimos
apoyados en ficciones, emotivas mitologías que nos facilitan la
existencia evitando el engorroso trance de pensar y, con él, la
amarga lucidez. Así somos: sentimiento apenas contenido por el
raciocinio.
Muchas son las mitologías
disponibles. Algunas de profundo calado. Otras más triviales, pero
no por ello menos atractivas. De éstas últimas, el inmortal verano,
eternamente azul, eternamente bucólico, eternamente romántico o
disparatado, festivo y sensual, es muy fértil en ensoñaciones.
Llega el estío, colgamos el cartel de cerrado por vacaciones y en
nuestros oídos suena sin remedio aquella musiquilla silbada por los
discípulos de Chanquete en una mítica Arcadia feliz de un tiempo
inmemorial. Es entonces cuando, desatada la esperanza, excarcelamos
al adolescente que durante el año vestimos de gris uniforme y
comenzamos a desear la novedad, a especular con la trasgresión. Es
entonces cuando empezamos a sentirnos nuestros hijos y a vislumbrar
que, sin duda, este será el verano que nos librará del mal de la
rutina, del vértigo del vacío. Mitologías
Acabará Agosto y el sol
del verano nos despedirá. No habrá sorpresas. Habrán estado los
mismos compañeros de sombrilla, el mismo paseo marítimo, las mismas
mañanas de mercadillo y chiringuito, la misma paella a deshoras, los
mismos cien litros de cerveza. Y no veremos la hora de acabar. Y nos
entrará la prisa por volver a la normalidad, la urgencia de bajar
unos kilos y dejar de fumar, el apremio por aparcar el coche en el
garaje e ir paseando a la oficina, la emergencia de planificar el
próximo curso. Todo habrá permanecido en el exacto lugar en el que
siempre estuvo porque, como sospechaba Borges, sólo perduran las
cosas que nunca fueron del tiempo. Mitologías. Maneras de sobrevivir
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