jueves, 2 de enero de 2014

NO ESPERO NADA DE TI


Original publicado en la Revista Basket Fem Enero, 2014

El baloncesto de formación es territorio de grandes expectativas. Si uno tiene hijos que juegan y a los que desde bien pequeñitos acompaña, sábado sí y domingo también, por todos los patios de colegio de la localidad, es difícil no acabar soñando con que en una de estas se nos hacen un Ricky Rubio o una Amaya Valdemoro y nos dedican emocionados la canasta que en el último minuto da la victoria a la Selección Española en la final de los Juegos Olímpicos. Nada más justo para unos padres que desear “lo mejor” para sus hijos. Nadie puede reprocharnos que soñemos con vidas extraordinarias para los nuestros. Los hombres y las mujeres nos alimentamos de esperanzas; humano es considerar el futuro de los hijos como dorado manjar para nuestro apetito.
Me preocupa, no obstante, que acabemos confundiendo el mapa con el territorio e impongamos a los hijos nuestra peculiar visión de lo que deberían ser sus vidas. Muchas veces me he preguntado si a los padres nos ampara algún derecho a esperar algo de nuestros hijos, tal vez porque nunca he asumido que esperar mucho sea sinónimo de amar mucho. Al menos no con ese amor que es gratitud por lo que se recibe en lugar de reproche por lo que se echa en falta. El amor por los hijos es a los padres como el valor  a los soldados: se les supone mientras no se demuestre lo contrario. Y sin embargo, cuánto amor condicionado pasa por amor desinteresado, cuánto bien del hijo no es más que impostado amor propio: “Me he sacrificado mucho por ti. No voy a permitir que me defraudes”.
Los hijos no son propiedad de los padres. Tampoco son ausencia o anhelo. Yo prefiero verlos como medida de nuestra potencia para dar vida, en el profundo sentido existencial del término y no en el estrictamente biológico. “Quiero hacer contigo lo que la primavera con los cerezos”, escribió Pablo Neruda. Qué gran declaración de amor, también hacia nuestros hijos. La alegría es el triunfo de esa potencia. La decepción, su fracaso. Quien ama bien a un hijo goza, por encima de todo, de su existencia. Se alegra por lo que es, no por lo que imagina que llegará a ser. Nunca, por tanto, se siente desilusionado.
El poder de ese amor es enorme, pero no siempre la potencia es buena. Por excesiva, por expansiva, a veces debe ser atemperada. Amar a los hijos también implica saber retirarse, comprender que debemos existir menos para que ellos puedan existir mejor. Eso significa sacar nuestros sueños de los suyos, evitar abrumarlos con nuestras esperanzas y expectativas, proteger su fragilidad de nuestras exigencias y de sus autoexigencias, dejar de servirnos de sus incertidumbres reafirmando nuestra capacidad para darles lo que más les conviene. Sin renunciar a usar al máximo nuestra potencia, nuestros hijos jamás podrán desarrollar la suya. El verdadero amor es comburente y no combustible; no arde, sino que hace arder.
Mañana, vuelvan a mirar desde la grada a esos chavales que se mueven por la cancha de baloncesto. Déjenlos allí y vayan a tomar un café con los amigos. En la tertulia, olviden por un momento las medallas y los campeonatos, desentiéndanse de Amaya Valdemoro y de las canastas ganadoras. Quién sabe, puede que detrás de tanto esfuerzo, de tanta insistencia por entrenar cada tarde y jugar partidos cada fin de semana, quizás no se esconda el deseo incontenible de triunfar en el baloncesto profesional, ni siquiera de ganar la liga escolar, sino la sencilla apetencia de estar un rato junto a los compañeros y olvidar durante un par de horas las amarguras del día. Respeten ese espacio. No lo invadan. No traten de acomodarlo a sus esperanzas. Es el lado débil, el lado frágil. El lugar donde no hay cabida para otros sueños que los de sus hijos.





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