domingo, 4 de mayo de 2014

¿PITO VILANOVA?


¿Pito Vilanova? No se quién es ese Pito”. En estos términos se refería el multilaureado y polimediático técnico José Mouriño al entonces casi desconocido Tito Vilanova, entrenador ayudante del FC Barcelona, justo después de que su equipo, el Real Madrid, perdiera la Supercopa de España frente al conjunto catalán (“un título pequeñito”, decía “Mou”) y él, como consecuencia de una bronca en la banda, se acercara por la espalda a Tito y le metiese un dedo en el ojo. El resto es historia negra del madridismo: Mouriño acabó abandonando el Madrid sin jamás disculparse por su gesto y su ninguneo al recientemente fallecido Tito Vilanova – quizás el más sonado de una larga lista de agravios y menosprecios tanto a rivales como a jugadores y compañeros de su propio club – pasará a los anales del deporte.
No coincido con Gustave Flaubert en que se puede calcular lo que valemos por la entidad de nuestros antagonistas. Como tantos otros casos, el de Mouriño con Vilanova demuestra que la mayor parte de los despreciadores carecen de la grandeza y profundidad que el genial escritor francés presuponía en sus enemigos. Más bien son, como diría Nietzsche, venenosas moscas de mercado, espíritus pequeños y mezquinos que se enorgullecen de derribar edificios de roca escavándolos como gotas de lluvia o yerbajos.

Honrar al contrincante es el primer mandamiento del deportista. Sin embargo, en este mercado de moscas que es por desgracia la competición, los entrenadores con ligereza olvidamos – y temerariamente enseñamos a olvidar – que formamos parte de un todo indisoluble con nuestros adversarios y que ninguno tendría sentido sin el otro. Ajenos a esa realidad, zumbamos como moscardas ante el rival cuando le oponemos el pedigrí de nuestros imponentes currículos profesionales, la historia de nuestros laureados clubes o el cartel de nuestros jugadores, en lugar de nuestro mejor planteamiento y nuestra mayor motivación. Revoloteamos como molestos insectos sobre el competidor cuando ponemos paños calientes a nuestra derrota excusándonos en arbitrajes parciales y no reconocemos que sencillamente lo hizo mejor, o cuando aprovechamos la victoria para machacar su memoria y cuestionar su futuro. A veces aguijoneamos como tábanos a los entrenadores rivales cuando despreciamos su inteligencia (dice Mouriño con sarcasmo que hoy los banquillos “se han llenado de filósofos”). Pero también atacamos como moscas cojoneras a los propios compañeros de club cuando nos alegramos de sus derrotas, cuando al grito de “o nosotros o el caos” nos resistimos a facilitar el relevo en la dirección de nuestros equipos, negando que nuestras jugadoras y jugadores puedan enriquecerse en su proceso de formación con otras ideas y otros estímulos que no sean los que nosotros les transmitimos.

Urge pinchar entre todos esta creciente burbuja de “putos amos” (Guardiola dixit). Puede que estos personajes híbridos entre el egocentrismo del adolescente y la intolerancia del profeta, que ambicionan su gloria personal y desprecian el deporte en sí, consigan muchos títulos, pero habrá que preguntarse alguna vez si los trofeos tienen más valor que la imagen que proyectan al mundo y el ejemplo que dan a los jóvenes. Empecemos por dejar de darles manotazos. Nuestro propósito como entrenadores es formar mejores jugadores y mejores personas, no espantar moscas.

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