“¿Pito
Vilanova? No se quién es ese Pito”. En estos términos se refería
el multilaureado y polimediático técnico José Mouriño al entonces
casi desconocido Tito Vilanova, entrenador ayudante del FC Barcelona,
justo después de que su equipo, el Real Madrid, perdiera la
Supercopa de España frente al conjunto catalán (“un título
pequeñito”, decía “Mou”) y él, como consecuencia de una
bronca en la banda,
se acercara por la espalda a Tito y le metiese un dedo en el ojo. El
resto es historia negra del madridismo: Mouriño acabó abandonando
el Madrid sin jamás disculparse por su gesto y su ninguneo al
recientemente fallecido Tito Vilanova – quizás el más sonado de
una larga lista de agravios y menosprecios tanto a rivales como a
jugadores y compañeros de su propio club – pasará a los anales
del deporte.
No
coincido con Gustave
Flaubert en que se puede calcular lo que valemos por la entidad de
nuestros antagonistas. Como tantos otros casos, el de Mouriño con
Vilanova demuestra que la mayor parte de los despreciadores carecen
de la grandeza y profundidad que el genial escritor francés
presuponía en sus enemigos. Más bien son, como diría Nietzsche,
venenosas moscas de mercado, espíritus pequeños y mezquinos que se
enorgullecen de derribar edificios de roca escavándolos como gotas
de lluvia o yerbajos.
Honrar
al contrincante es el primer mandamiento del deportista. Sin embargo,
en este mercado de moscas que es por desgracia la competición, los
entrenadores con ligereza olvidamos – y temerariamente enseñamos a
olvidar – que formamos parte de un todo indisoluble con nuestros
adversarios y que ninguno tendría sentido sin el otro. Ajenos a esa
realidad, zumbamos como moscardas ante el rival cuando le oponemos el
pedigrí de nuestros imponentes currículos
profesionales, la historia de nuestros laureados clubes o el cartel
de nuestros jugadores, en
lugar de nuestro mejor planteamiento y nuestra mayor motivación.
Revoloteamos como molestos insectos sobre el competidor cuando
ponemos paños calientes a nuestra derrota excusándonos en
arbitrajes parciales y no reconocemos que sencillamente lo hizo
mejor, o cuando aprovechamos la victoria para machacar su memoria y
cuestionar su futuro. A veces aguijoneamos como tábanos a los
entrenadores rivales cuando despreciamos su inteligencia (dice
Mouriño con sarcasmo que hoy los banquillos “se han llenado de
filósofos”). Pero también atacamos como moscas cojoneras a los
propios compañeros de club cuando nos alegramos de sus derrotas,
cuando al grito de “o nosotros o el caos” nos resistimos a
facilitar el relevo en la dirección de nuestros equipos, negando que
nuestras jugadoras y jugadores puedan enriquecerse en su proceso de
formación con otras ideas y otros estímulos que no sean los que
nosotros les transmitimos.
Urge
pinchar entre todos esta creciente burbuja de “putos amos”
(Guardiola dixit).
Puede que estos personajes híbridos entre el egocentrismo del
adolescente y la intolerancia del profeta, que ambicionan su gloria
personal y desprecian el deporte en sí, consigan muchos títulos,
pero habrá que preguntarse alguna vez si los trofeos tienen más
valor que la imagen que proyectan al mundo y el ejemplo que dan a los
jóvenes. Empecemos por dejar de darles manotazos. Nuestro propósito
como entrenadores es formar mejores jugadores y mejores personas, no
espantar moscas.
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