original publicado en la Revista Basket Fem Diciembre 2013
Estos días
hemos escuchado en clase de filosofía una antigua canción de Pink
Floyd que habla del tiempo y de la extendida costumbre entre la
juventud de perderlo en naderías, como si su cuenta corriente de
minutos dispusiera de un crédito ilimitado. No he hablado demasiado
bien del mensaje de Time, que así se llama la pieza. Al
contrario, les he transmitido a mis estudiantes que vivir no es un
problema de economía del tiempo sino de prodigalidad de
oportunidades y que la mayoría de las veces eso que los adultos
llamamos “perder el tiempo”, ese “no hacer nada” que tanto
nos enerva de los jóvenes, coincide con momentos de plenitud que
sería delito desaprovechar. Les mencioné como ejemplo el juego,
recordando la última campaña de una conocida marca de refrescos
sin burbujas que ha tenido la feliz ocurrencia de reivindicar la
desbordante imaginación y la infinita creatividad que es capaz de
desplegar un individuo de la especie humana, si no median prejuicios
y acomodamientos, cuando se pone en sus manos un simple palo, una
piedra o una caja de cartón. Por el poder del juego, la desnuda
realidad de la madera, la piedra o el cartón es transformada en
varita mágica, joya extraterrestre o nave ultraveloz con la que
surcar el firmamento sin salir del salón de casa.
Hacía estas
reflexiones en voz alta cuando caí en la cuenta de que, además de
profesor de filosofía, soy entrenador y de que, por tanto, debería
jugar y convivir a diario con jugadores. Sin embargo, me entristecí
constatando que esa cosa llamada baloncesto se está convirtiendo en
algo tan extremadamente serio, que ya no podemos perder el tiempo en
jugarlo porque jugar nos distrae de preparar profesionales, diseñar
estrategias y ganar campeonatos. Para eso no hay tiempo que perder.
Me pregunto en qué aciago día permitimos que trabajar, rendir,
competir y ganar entraran por la puerta del pabellón, porque ese fue
el preciso momento en que divertirse, reír, emocionarse y soñar
salieron por la ventana. Quizás por eso se oyen cada vez más voces
tronantes y menos risas tintineantes en las canchas.
Vivimos en
la sociedad del rendimiento y la autoexplotación, del "todo es
posible" y del "sí, se puede". Falsas consignas,
signos de una supuesta libertad que frustra y deprime. Los
entrenadores no somos ajenos a sus encantamientos y cegados por ellos
nos empeñamos en que la chavalería llame al palo, palo; a la
piedra, piedra y al baloncesto, trabajo. La consecuencia: el
agotamiento anímico. De ella. De nosotros. Hemos llenado nuestros
partidos y entrenamientos de tanta actividad productiva, de tanto
baloncesto, que apenas ha quedado hueco para ese
niño que reía más de trescientas veces al día
y nos malhumoramos porque
entrenar no es un juego y regañamos a nuestros jugadores porque no
se comportan como “deben”, y en vez de disfrutar del momento nos
angustiamos por lo que no salió ayer y por lo que tiene que salir
mañana. Como si hubiera mañana.
Unos
misioneros llevaron unos machetes a un pueblo de la Amazonia. Al año
siguiente regresaron y les preguntaron contentos de haberles ayudado:
“¿Habréis recolectado el doble, verdad?” Y Los indios
contestaron: “No, hemos trabajado la mitad”. Pienso que
necesitamos recuperar el sosiego y, con él, la capacidad para
contemplar y contemplarnos. Tenemos que aprender a
jugar con la vida, que es el único juguete que nos acompañará
hasta el final. Miremos
de nuevo al lado débil y propongámonos, con toda la seriedad de la
que seamos capaces, volver a esa “nada” que es soñar con varitas
mágicas, joyas extraterrestres y naves espaciales o saltar y bailar
alborozados cada vez que la pelota entra en el aro. Para ese
propósito nunca el tiempo será perdido. http://issuu.com/pornadaenparticular/docs/basket_fem_n___13
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