El
filósofo alemán Inmanuel Kant nos legó uno de esos principios que,
a modo de clave de bóveda, pueden ayudarnos a levantar la cúpula
del edificio social: «siempre debes tratar a las personas como si
fueran una finalidad en sí y no como un medio para otra cosa». Nada
en este mundo (sea lo que sea) tiene el valor de una persona (sea
quien sea). En el universo nada brilla más que la dignidad humana.
Minusvalorarla es, sin embargo, como meterse el dedo en la nariz: en
público denostamos tan fea costumbre, pero atacamos con furia
nuestras fosas nasales en el primer semáforo en rojo con el que nos
topamos.
Por
desgracia, la vida oferta demasiadas oportunidades de olvidar la
máxima kantiana, innumerables semáforos en rojo en los que
detenernos a hurgar en las narices de nuestra dignidad. Quizás
porque cada cual, como decía Séneca, tiene en su interior
pretensiones de rey y quiere tener sobre los demás autoridad
absoluta.
Así
lo demostramos cuando, no siendo en la calle gran cosa, entramos en
la cancha (como entrenadores, pero también como padres y madres de
jugadoras o como directivos de club) y nos convertimos en sátrapas
de una minúscula nación de pequeñas súbditas. Cegados por el afán
de protagonismo, tal vez dominados por inconfesables complejos o
desvelados por viejas frustraciones, cambiamos el oro de la educación
por el oropel del triunfo y nos damos al innoble vicio de la
dominación con un deleite que a menudo parece patológico. De ese
modo, la chica que aparece un buen día por nuestro club buscando
orientación, amigos y diversión; que nos da el cheque en blanco de
su confianza, se convierte en juguete de nuestros caprichos, en puro
instrumento de nuestras bajas pasiones al que, cuando ya no
necesitamos, abandonamos en la cuneta como cáscara vacía.
En
baloncesto llamamos lado débil al espacio de la cancha donde
erróneamente los defensores se sienten desconectados del balón,
olvidando que allí se construye juego real. Metáfora de la vida, el
lado débil nos enseña que debemos reparar no solo en el foco sino
también en lo desenfocado. En
ese lado débil no hay ganadoras ni perdedoras. Ni siquiera
jugadoras. Hay niñas que
habría que respetar más allá de
vanidades o necesidades; adolescentes a las que, bajo ninguna
circunstancia, deberíamos invitar a rendir derechos. Creo que si
Kant hubiese sido coach
además de filósofo, habría dejado escrito que el
mundo, como el juego, sería más razonable si defendiéramos el lado
débil como verdadero lado fuerte; si, como diría Séneca, nos
esforzásemos más por tener autoridad sobre nosotros mismos que por
engordar nuestras pretensiones de rey.
¿Y
qué hacemos con los semáforos en rojo? Pues sencillamente los
aprovechamos para cambiar el dial de la radio.
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