Paco Espadas
Vivimos
tiempos difíciles, épocas de plomo donde los espectáculos de escarnio
y flagelación parecen aportar a una ciudadanía vapuleada la sórdida
dosis de carne y sangre que necesita para sobrellevar sus cada vez más
abundantes miserias cotidianas. Nada reconcilia más con la fortuna que
el infortunio ajeno, la pornográfica exposición de sus minusvalías y
desdichas. Reflejadas en el espejo de las desgracias de otros, nuestras
vidas de hierro y fango se tornan soportables. Innumerables son los
ejemplos de shows televisivos en los que la exaltación de nuestras
bajezas se convierte en única razón de ser. El que últimamente más ha
llamado mi atención, por sibilino, por cruel, ha sido el perpetrado por
el magazine "Sálvame", que ha sometido a sus colaboradores a la enésima
perrería: un test de inteligencia. Al grito de más cornadas da el
hambre, los freak del equipo de colaboradores se han dejado asaltar el
último bastión de su intimidad y a estas horas ya conocemos (con mofa y
vilipendio) el rankig de lucidez elaborado por una psicóloga con
supuesto prestigio y evidente falta de escrúpulos éticos. No descenderé a
cuestionar la fiabilidad del supuesto instrumento de medición de la
inteligencia (primero tendría que asumir que es cuantificable una
cualidad humana y antes me atrevería a responder a qué huelen las
nubes). Tampoco haré historia de su origen, ni relataré las perversas
aplicaciones que ha tenido en épocas nada lejanas. No es el cociente de
inteligencia el que me preocupa, sino el de humillación, creciente a
todas luces en este mundo globalizado del siglo XXI.
No
sufro especialmente por los pintorescos personajes del zoo de Tele 5.
No los juzgo por hacer de la pornografía de la razón y el corazón su modus vivendi.
Sin embargo me revuelvo en mi butaca, impotente, imaginando el efecto
educativo que tendrá semejante proceder. Si por mantener un puesto
de trabajo de esos considerados envidiables (famoseo, dinero, viajes y
operaciones de estética) alguien en capaz de presentarse a un concurso
de estupidez, qué no verá justificado hacer, simplemente por sobrevivir, su sencilla y vapuleada audiencia.
Que por mor de vanidades o necesidades se nos invite a rendir derechos y,
lo que es aún peor, que semejante renuncia se nos venda como un acto de
legítima autoafirmación, sólo indica que el ideal ilustrado de la
inalienable dignidad humana es
ya definitivamente un cadáver. Regresan tiempos de postración y
humillación. Cambian altares y oficiantes, pero se mantiene el mensaje:
sólo los capaces de despreciarse a sí mismos obtendrán recompensa. Así
en el Cielo como en la Tierra.
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