miércoles, 5 de marzo de 2014

MIEDO A LA LIBERTAD



Regreso de Córdoba, de pasar un par de días junto a algunos equipos y compañeros de mi club. Además de baloncesto (siempre baloncesto), las jornadas han servido para conocer un poco más de cerca a un grupo de jugadoras y jugadores, críos sanotes y alegres, muchos de los cuales iban a pasar la primera noche de sus vidas fuera de casa y sin la vigilancia ni el amparo de mamá y de papá. No es difícil imaginar el grado de excitación alcanzado por la menuda marabunta con la llegada al albergue y el reparto de las habitaciones. Tampoco la preocupación de los acompañantes adultos por minimizar los riesgos de un previsible estallido de libertades. En breve la tensión fue resuelta: los chavales se mostraron absolutamente temerosos de tomar las decisiones más nimias, por ejemplo cuándo despertar o cuándo bajar a desayunar, y demandaron en todo momento nuestras directrices hasta para ir al baño. Claro que, como era de esperar, también se divirtieron de lo lindo poniendo a prueba el poder de la autoridad y su propia capacidad para vivir sin ella. Los pasillos del albergue fueron testigos de la batalla.
Trabajo con adolescentes desde hace veinticinco años. No ha sido esta la primera vez, no será la última, que constato la interna dialéctica de la aventura de ser uno mismo, de ser una misma: cuanto más independientes se reconocen nuestros hijos y nuestras hijas del mundo, cuanto más crece la fuerza de su yo, más conscientes se hacen de lo poderoso y hostil que puede llegar a ser éste y, por tanto, más solos e impotentes se sienten frente a él. Es así como nace en ellos el impulso de obedecer para ganar en seguridad, al tiempo que se rebelan contra aquellos de quienes dependen: Saben inconscientemente que la dulce protección paga el amargo precio de perder la fuerza y la integridad del propio yo.
Erich From (El miedo a la libertad, 1947) recurrió al relato bíblico de la expulsión de Adán y Eva del Paraíso para explicar la relación entre el ser humano y su contradictoria relación con la libertad. Hombre y mujer viven en el Jardín del Edén esa felicidad inconsciente que ofrece la perfecta armonía con la Naturaleza cuando no se la trasciende. Allí carecen de libertad y de pensamiento, al tiempo que de las atosigantes responsabilidades derivadas de la elección. Pero actúan contra la orden divina y rompen con la Naturaleza al comer del fruto prohibido. Rebelión es, por tanto, el comienzo de la raza humana: Obrar contra el mandamiento de la autoridad es el primer acto libre, el primer y genuino acto humano. Todos sabemos el sufrimiento que de ello resulta. Al trascender la Naturaleza nos hallamos desnudos y avergonzados. Estamos solos y libres, y sin embargo, asustados e impotentes.
Creo que los educadores nunca debemos dispensar a chicas y chicos de la libertad creadora de ser ellos mismos. Aunque pueda sonar a paradoja, pienso que nuestra autoridad reside más en mostrarnos capacitados para enseñarles a ser autónomos y responsables que solícitos para facilitarles la imposible vuelta al seno materno.
No negaré los riesgos de semejante pedagogía, pero en tiempos en los que la adolescencia es prolongada sine die por el timorato proteccionismo de los adultos, la grandeza del ideal moral que representa eclipsa, a mi juicio, cualquiera de sus potenciales peligros.