Original publicado en la Revista Basket Fem Enero, 2014
El
baloncesto de formación es territorio de grandes expectativas. Si
uno tiene hijos que juegan y a los que desde bien pequeñitos
acompaña, sábado sí y domingo también, por todos los patios de
colegio de la localidad, es difícil no acabar soñando con que en
una de estas se nos hacen un Ricky Rubio o una Amaya Valdemoro y nos
dedican emocionados la canasta que en el último minuto da la
victoria a la Selección Española en la final de los Juegos
Olímpicos. Nada más justo para unos padres que desear “lo mejor”
para sus hijos. Nadie puede reprocharnos que soñemos con vidas
extraordinarias para los nuestros. Los hombres y las mujeres nos
alimentamos de esperanzas; humano es considerar el futuro de los
hijos como dorado manjar para nuestro apetito.
Me
preocupa, no obstante, que acabemos confundiendo el mapa con el
territorio e impongamos a los hijos nuestra peculiar visión de lo
que deberían ser sus
vidas. Muchas veces me he preguntado si a los padres nos ampara
algún derecho a esperar algo de nuestros hijos, tal vez porque nunca
he asumido que esperar mucho sea sinónimo de amar mucho. Al menos no
con ese amor que es gratitud por lo que se recibe en lugar de
reproche por lo que se echa en falta. El amor por los hijos es a los
padres como el valor a los soldados: se les supone mientras no se
demuestre lo contrario. Y sin embargo, cuánto amor condicionado pasa
por amor desinteresado, cuánto bien del hijo no es más que
impostado amor propio: “Me he sacrificado mucho por ti. No voy a
permitir que me defraudes”.
Los
hijos no son propiedad de los padres. Tampoco son ausencia o anhelo.
Yo prefiero verlos como medida de nuestra potencia para dar vida, en
el profundo sentido existencial del término y no en el estrictamente
biológico. “Quiero hacer contigo lo que la primavera con los
cerezos”, escribió Pablo Neruda. Qué gran declaración de amor,
también hacia nuestros hijos. La alegría es el triunfo de esa
potencia. La decepción, su fracaso. Quien ama bien a un hijo goza,
por encima de todo, de su existencia. Se alegra por lo que es, no por
lo que imagina que llegará a ser. Nunca, por tanto, se siente
desilusionado.
El
poder de ese amor es enorme, pero no siempre la potencia es buena.
Por excesiva, por expansiva, a veces debe ser atemperada. Amar
a los hijos también implica saber retirarse, comprender que debemos
existir menos para que ellos puedan existir mejor. Eso significa
sacar nuestros sueños de los suyos, evitar abrumarlos con nuestras
esperanzas y expectativas, proteger su fragilidad de nuestras
exigencias y de sus autoexigencias, dejar de servirnos de sus
incertidumbres reafirmando nuestra capacidad para darles lo que más
les conviene. Sin
renunciar a usar al máximo nuestra potencia, nuestros hijos jamás
podrán desarrollar la suya. El verdadero amor es comburente y no
combustible; no arde, sino que hace arder.
Mañana,
vuelvan a mirar desde la grada a esos chavales que se mueven por la
cancha de baloncesto. Déjenlos allí y vayan a tomar un café con
los amigos. En la tertulia, olviden por un momento las medallas y los
campeonatos, desentiéndanse de Amaya Valdemoro y de las canastas
ganadoras. Quién sabe, puede que detrás de tanto esfuerzo, de tanta
insistencia por entrenar cada tarde y jugar partidos cada fin de
semana, quizás no se esconda el deseo incontenible de triunfar en el
baloncesto profesional, ni siquiera de ganar la liga escolar, sino la
sencilla apetencia de estar un rato junto a los compañeros y olvidar
durante un par de horas las amarguras del día. Respeten ese espacio.
No lo invadan. No traten de acomodarlo a sus esperanzas. Es el lado
débil, el lado frágil. El lugar donde no hay cabida para otros
sueños que los de sus hijos.